EL DÍA DEL ABUELO

     
 

Por 1980, don Ángel comenzó a sospechar que el espacioso terreno contiguo a su blanca casita sería vendido. Como buen curioso, echaba un vistazo hacia el baldío cada vez que veía gente recorriéndolo "con ojo de comprador". El lugar, por su tamaño, podría tener diversos destinos; hasta podría ser para un edificio de apartamentos.

En principio no le causó mucha gracia, o más bien ninguna, pues relacionó el hecho con el posible barullo que acarrearía al tranquilo vecindario la existencia de una obra de esas proporciones, y el sol que quitaría a las casas, comenzando por la suya, que perdería por la mañana parte del tibio baño dorado que recibía del Este.

Confirmó su sospecha mientras miraba con desconfianza a los estudiosos del terreno que dos por tres aparecían cinta en mano a realizar diversas mediciones; de acá para allá y con cara de complicados. Cuando se enteró de que el terreno había sido efectivamente vendido, y un edificio se comenzaría a construir en pocos meses, su curiosidad lo llevó a acercarse de a poco a los técnicos. Así supo que sería una obra de muchos pisos, y se realizaría en el menor tiempo posible.

Lo único que atenuó un poco su enojo fue saber que habría un gran jardín al frente, y que la torre estaría alejada de los linderos por espacio libre; espacio por donde correría aire, y se vería sol. Pero no dejaba de murmurar: -Quién sabe lo que se viene, con estos mozos dando vueltas por acá.

Comenzaron a llegar los primeros materiales. Enormes cantidades de hierro, piedra, pedregullo y arena fueron arrojados vez tras vez por las volcadoras de los camiones bajo su atenta mirada azul. Luego llegaron chapas de zinc para formar la caseta de obra, mucha madera para encofrado, grandes cantidades de varejones para su armado, cargas completas de tablones para andamios, enormes rollos de alambre, cientos de kilos de clavos, y miles de bolsas de portland.

-Qué lío con todo este acarreo ¿eh?, porque esto es un desorden -espetó tranquilamente don Ángel al arquitecto, mientras permanecía de brazos cruzados, cada mano bajo la axila contraria y la nariz sube y baja apuntando al terreno. La conversación casi casual entre ambos prosiguió muchas mañanas, y charla va y palabra viene, el técnico terminó ofreciéndole trabajo: -¿Se encargaría de organizar el arribo y acopio de los materiales, y disponerlos en forma adecuada para su posterior utilización?. Esto no entraba en los cálculos de don Ángel, que hacía un tiempito estaba jubilado, pero prometió considerarlo.

El asunto fue que su inquieto ánimo no aguantaba el tiradero que se estaba produciendo con la prosecución de las entregas de barraca, por lo cual un día cualquiera se encontró dando órdenes y disponiendo, que hierro para acá, y ticholos para allá. -No ven que no pueden ni trabajar con este atolladero de cosas sin control -rezongaba mientras disponía todo sobre el terreno. Se levantó la caseta, y él mismo compró una gruesa cadena y un gran candado para cerrarla por las noches. Luego fue arrimando una vieja mesa, una estufita eléctrica para tratar de atajar los rigores invernales, y dos sillitas que estaban siempre juntas: la suya propia y la de su esposa, que comenzó a pasar largos ratos en la caseta con el pretexto de alcanzarle unos mates con bizcochos para la tarde.

Como de a semanas se forman los meses, y de éstos se componen los años, las cuatro estaciones vieron varias veces a don Ángel y doña Julia junto a la obra. Primero los grandes pozos, luego el incesante crecimiento naranja y gris que trepó hasta el piso doce, obligándole a poner las manos en visera para poder mirar. -¿Hasta dónde piensan seguir?; ¿quieren convidar con asado a San Pedro ustedes? -reía y los embromaba. -Pórtate bien, Angelito -le contestaban los trabajadores-, mira que lo vas a tener cerquita. -Dios me libre; no pienso moverme de mi mansión, che. -Y alternaba la obra con el cuidado de sus plantas y largas caminatas al sol.

Cuando el edificio tomó forma, algunos futuros propietarios comenzaron a visitarlo, y don Ángel se transformó naturalmente en guía. Trepaba por las escaleras aún desprovistas de baldosas y barandas recomendando cuidado acá, y precaución allá, tantas veces como fuera necesario, y le encantaba encaramarse en el punto más alto de la azotea, allí donde estarían las cajas de los ascensores, disfrutando su ausencia de mareos y la cercanía de las nubes los días de viento.

Cuando la construcción finalizó, restaban aún mil detalles que requirieron de la permanencia de don Ángel; que llaves de las puertas comunes; que llaves del futuro "bicicletero"; la entrega a cada propietario del juego correspondiente a su unidad; la coordinación de las mudanzas; el cuidado del único ascensor habilitado debido a que permanecía la "luz de obra", y mil detalles más. Si llegaba un camión con muebles, lo primero en oírse era su voz sobre los techos y el arrastre del enorme bloque de cemento que permitía asomar la roldana a la cara adecuada del edificio; luego caía viboreando hacia el patio la gruesa cuerda:

-Va piola, muchachos, ¡cuidado que va pioola!- Y allá estaba él capataceando la operación con su infaltable túnica gris.

Para todo el mundo don Ángel y el edificio eran inseparables. Y así fue. Por acuerdo de la primera Comisión Administradora, él se convirtió en Encargado del Edificio. La madrugada lo encontraba en su escritorio, que no abandonaba hasta después de las cinco de la tarde. Pero además era el hombre-orquesta para cuanto detalle surgiera. Cultivó el jardín, y lo cuidó planta por planta, incluyendo la celosa vigilancia del crecimiento de la gramilla del frente.

Fuera de hora, cada vez que alguien quedaba atrapado en el ascensor, él aparecía como por arte de magia, subía "a la caja", y manejaba desde allá la pesada roldana mediante su grueso cable de acero hasta enfrentar alguna puerta para liberar al encerrado. Cierta oportunidad en que le escuchaba hablar desde el subsuelo, fui siguiendo la voz, y me topé con don Ángel literalmente sumergido en una increíble maraña de cables de todos colores. Estaba en la sala de los contadores de luz, de los cuales faltaba instalar más de la mitad, pero el resto ya estaba funcionando. El trabajo a que estaba dedicado me pareció extremadamente peligroso, pero al decírselo, soltó una sonora carcajada: -Mira si en Rincón del Bonete iba a haber un manojito de morondanga como éste; aquellos eran cables y no pavadas. De este modo me enteré de que era electricista, y había trabajado en la instalación de turbinas y el cableado de esa Central hidroeléctrica. Cuando vino la luz definitiva, lo provisorio fueron los bornes compartidos de los teléfonos, así que allá andaba él, apartamento por apartamento conduciendo a los técnicos para que instalaran las correspondientes conexiones.

Luego colocó uno por uno los artefactos de luz de los pasillos de todo el edificio, y "en los ratos libres" iba a domicilio a destapar algún caño obstruido por la mezcla de la reciente construcción.

Cuando la instalación de los vecinos estuvo completa, don Ángel comenzó a rezongar con los niños que pisaban el césped: -Pelate de ahí muchachito el diablo; o voy a hablar con tu viejo; ¿me oíste?- "Che, te estoy hablando, vení para acá que tenemos que aclarar un asunto. Y allá hacía pasar al infractor a su escritorio. Mil veces al entrar o salir para mi trabajo lo veía en esos trances enojosos. -Mire que le dan trabajo los niños, don Ángel. -Y, qué se le va a hacer, señora; en algo hay que matar el tiempo, y ya que uno está acá... Otras veces, cuando él regaba el jardín por la mañana, los chiquilines se armaban en barrita y le cantaban apareciéndose en forma sorpresiva, desde el otro lado del muro, por sus espaldas y haciendo ritmo con las manos: "Angelito Angelito, no te pongas, no te pongas tan malito..." Entonces les gritaba "fuera, bicho" y les apuntaba con la manguera mojando la senda de monolítico a veinte centímetros de los pies infantiles, mientras reía jugando con ellos como un niño más.

Esa primera tanda dejó la niñez, y fue tiempo de bebés. Ahí nacieron mis hijos.

Y allá vino don Ángel a curiosearlos a la puerta del ascensor, destapando los rebozos con mucho cuidado. -A ver, a ver, una sonrisita p'al viejo, a ver... Y recibía una hermosa respuesta de gorjeos y manotones. Uno de esos días me contó que no tenía hijos; no habían venido, era todo. -Tengo trabajo, tengo a mi Julia, lo que no tengo es un hijo. ¿Vio? Sus ojos azules se empañaron. Y sostuvo mi mirada. Muy serio. Cuando mis niños comenzaron a correr, y por lo tanto a pisar el césped, se ligaron el infaltable rezongo y la entrada al escritorio.

Para ese entonces, su cabello completamente blanco ha de haber contribuido a que sospecharan si era Papá Noel. -No; él cuida mucho el edificio, y quiere a todas las plantas; ¿no ves que las poda, las riega y también te rezonga si pisas el jardín? -Sí, pero cuando nos hace pasar al escritorio, nos da muchos caramelos. -¡Ahh! -Sí, riquísimos; yo piso el pasto de gusto porque después paso y me da. -¡Ahh!- Lo que motivó entre nosotros otra charla.

-¿Así que después del rezongo, les llena las manos de caramelos a los cara-sucia don Ángel?, ¿eh?-. -Y bueno, señora; qué le voy a hacer; me encantan; qué le voy a hacer... un poco los rezongo y otro poco los malcrío- y reía.

Al llegar el invierno del 94, las vidrieras de los comercios se tapizaron de propaganda para el Día de los Abuelos. Entonces apareció un afiche con la siguiente leyenda: "El regalo de tu cariño hará del otoño nuestra primavera" - Día de los Abuelos". Lo miré y volví a mirarlo pues no terminaba de convencerme, y emocionarme también. Una fotografía de cuarenta por treinta a todo color, con tres personas, era el atractivo mayor. Al centro, una preciosa niña con sonrisa picara; a la derecha, doña Julia toda coqueta con un paquete de papel dorado en las manos, y, a la izquierda: ¡don Ángel! Me restregué los ojos. ¡Sí! Era “nuestro” don Ángel vestido de domingo, con sus lentes finitos, su pelo blanco y sus ojos azules mirando a aquella niña como a un regalo del mismísimo Cielo. La mano de la pequeña sobre su hombro y él, todo ojos, todo sonrisa, todo ternura. Era nuestro don Ángel delante de los buzos, entre las gabardinas, cerca de las camisas, al lado de los bombones. Don Ángel escapado del edificio, creciendo por las calles, corriendo por la ciudad. Don Ángel por todas las vidrieras, bajo todas las luces, entre toda la música. Don Ángel en el eco de todas las risas, con los brazos repletos de niños. Era él ese día, para todos, oficialmente ABUELO...

 

 

   

Con los ojos redondos – Cuentos

María Ferrer

Editorial Prisma - 1996