EL REGRESO DE TERESA

   

...este cuento que escribí para mi madre,... yo no tuve el tiempo para escribirle uno mientras vivía, sin embargo sé que mi sentir no le será ajeno.

Martina*

“Dicen que los pájaros son los ángeles que Dios envía a la tierra”...

 

   

Habían pasado algunos meses desde su muerte. Estaba por fin en ese lugar, muy feliz. Otros también se paseaban despreocupados en aquella casa blanca, de paredes gigantes y techo abovedado. Todos sabían que Él estaba pero ninguno había podido verlo, para entonces la curiosidad ya no era patrimonio de ninguno de los presentes.

Teresa ingreso a "ese lugar" como una pluma impulsada por el viento, volando en una única dirección y levemente. —Fue un viaje por demás placentero, como aquellos en los que nos encantaba atravesar extensos campos de girasoles— repitió para sí.

Transcurrieron nueve días de vuelo directo y aunque traspaso nueve esferas concéntricas de distintas densidades, siguió volando hasta llegar a la ultima, allí la aguardaban dos bellos espíritus que la invitaron a pasar.

En el ínterin de dejar la tierra para llegar al "otro lado" no advirtió que había cambiado, ya no sentía los brazos, ni las piernas, ni el cuerpo todo, no obstante la memoria la hacía comportarse como un ser humano normal.

No le pesaban sus 44 kilos, no tenia necesidades fisiológicas ni sufría las variaciones de temperatura o presión. A pesar de aceptar que ya no era como antes se manejaba con la misma naturalidad, como cuando era una mujer menuda.

Ya no era tímida ni pusilánime, en realidad nadie lo era en ese lugar. Era libre. Era digna. Tenía la confianza en sí misma que antes no había alcanzado a experimentar en plenitud. A menudo se paseaba por enormes galerías pletóricas de luz respirando una atmosfera sin par, disfrutando el silencio más profundo. El tiempo ya no podía medirse porque un día equivalía a toda una eternidad.

Los seres que allí estaban eran innumerables, tenían espacio suficiente y aún agrupándose todos en un mismo punto jamás se tocaban entre sí, era una cuestión de orden y armonía. Ninguno de ellos emitía sonidos ni articulaba palabras, para poder comunicarse les bastaba pensar como lo hacían en la tierra y los demás decodificaban claramente sus mensajes.

La “Gran Presencia" era fuente inagotable de energía positiva, principio y fin, motor de todo lo creado, que conocía de memoria todas sus criaturas. Sabía cómo habían sido en su vida anterior, conocía cuáles fueron sus alegrías, sus pesares y si les quedaban dudas pendientes. Por eso, para darles sosiego y con la intención de que se sintieran plenamente felices, les brindaba la oportunidad de descender a la tierra para acompañar a sus seres queridos. Así fue como llamó telepáticamente a Teresa. Ella acudió solicita, al instante, porque intuyó que algo bueno estaba por suceder.

Para el Gran Hacedor no fue tarea difícil transmutar la leve corporeidad de Teresa y en un tris la transformo en pájaro, ahora era un pequeño zorzal, de oscuro plumaje y pico anaranjado. Con discreto gesto de obediencia desplegó sus alas y emprendió su vuelo de retorno a la tierra.

Cubrió la inmensa distancia en muy poco tiempo, a tal punto que el cielo le resultó breve. Desde los mil metros divisó su casa. La emoción la fue ganando por completo. Aleteó despacio hasta llegar a una ventana próxima al comedor, allí estaban sus hijos, su esposo y sus nietos compartiendo una animada conversación. Se quedó mirándolos un buen tiempo y los abrazó a todos sin que ellos advirtieran sus alas de pájaro.

Sigilosa, voló hasta el parral de su patio, a ese mismo sitio donde las uvas emanan sus más sublimes vapores en época de vendimia. Con la precisión de quien quiere fijar a conciencia un recuerdo y transformarlo en único, percibió olores, sonidos, sensaciones y aromas. Mientras reconocía cada detalle del lugar vio pasar como en un cortometraje las imágenes del ayer.

Visualizó a sus hijos cuando eran pequeños, corriendo detrás de un gato gris en ese patio tantas veces transitado. Tuvo tiempo de paladear el olor inconfundible del asado preparado por su esposo, como cada domingo, cuando la familia se reunía en torno a la mesa, casi a modo de rito. —¡Cuántas horas apacibles y cuánta felicidad se dieron cita en este lugar!— dijo en soliloquio.

En las viejas macetas de terracota asomaban tímidos los malvones rosados. Todo estaba como entonces, hasta ese sol sonriente y diminuto dibujado en la pared por el menor de sus hijos.

Mientras Teresa disfrutaba placenteramente los recuerdos llegó hasta el patio su gran amor. Traía en la mano derecha un mate y en la izquierda un termo azul. Se dirigió al jardín para arrancar unas hojas de menta que luego colocó en el mate de calabaza, le echó agua caliente y comenzó a degustarlo sorbo a sorbo. Cruzó el patio de baldosas rojas y se apoyó en el horno de barro para matear tranquilo. Valentín tenía la mirada apuntando al infinito y a Teresa le produjo enorme ternura contemplarlo, sentía palpitar el mismo amor de toda la vida.

Gardelito, el canario de la casa, cantó a viva voz porque había reconocido en el pájaro visitante a quien fuera su dueña. Pasada la algarabía se quedó en silencio envuelto en su tibieza de limón.

Valentín percibió una extraña presencia que lo intimidaba. Sin darse cuenta una mirada le atravesó el pecho como un ínfimo dardo para hacer centro en su corazón. Sintió un escalofrío suave deslizarse en su cuerpo —¿Será que está por cambiar el tiempo?— dijo, mientras miraba las hojas verdes del parral que se mecían con la brisa. Por su parte, Teresa se aprestaba para darle una sorpresa. En el momento oportuno lanzó un contundente trino con aire de fiesta, un canto improvisado, un solo de zorzal para Valentín. Ese bello sonido repiqueteo en el aire hasta hacerse eco en su memoria. Inmediatamente evocó las doradas mañanas de aquellas vacaciones en Traslasierra, cuando junto a Teresa y sus hijos solían descubrir nidos de pájaros en los árboles... Sonrió nostálgico y volvió a tomar otro mate. —¡Treinta y nueve años de felicidad no son pocos... cuánto la amé y cuán lejos esta ahora!— dijo, mirando al cielo. En ese momento, el zorzal, bajó de la parra dando saltitos hasta llegar a escasos centímetros de Valentín. Allí permaneció un largo rato, acompañándolo como antes, cantándole de cuando en cuando.

Lo curioso es que era raro encontrar zorzales en los núcleos urbanos maipucinos, salvo que se tratara de un ave que hubiera escapado de su jaula. A Valentín le llamo la atención pero no se cuestionó nada más al respecto, ni siquiera tuvo ganas de apresar al dócil pájaro, le gusto verlo libre. Con cierta culpa se acerco a su amigo Gardelito, lo miro y con los ojos empañados abrió la puerta de la jaula para que volara en libertad. Sin embargo, su viejo amigo no tuvo la mínima intención de arrimarse a la puerta y prefirió seguir comiendo tranquilo unos granitos de alpiste.

Con el corazón henchido de sentimientos Teresa regreso al lugar a donde ahora pertenecía.

Mientras llevaba la bombilla tibia a sus labios para degustar el último mate, Valentín, se quedó pensando en ese pequeño pájaro que después de acompañarlo surcó el cielo como una saeta. Lo siguió con la mirada, primero fue un punto en la inmensidad celeste y después: nada.

Admirado dijo: —Ese pájaro y su trinar no pertenecen a este mundo—. Y retornó al diario ajetreo sin advertir que Teresa había venido a visitarlo, a endulzarle los oídos con su canto, como un ángel, con el lenguaje tierno de una enamorada eterna.

 

* Martina es el seudónimo de la autora argentina que escribió este cuento en homenaje a su madre.