¡TODO ME HABLA DE TI! *

 

Wilfrido Soto de Arce

En la búsqueda de la felicidad del ser que amamos, encontramos también la nuestra…

¡Cuántos incontables recuerdos vienen a la memoria! El camino recorrido ha pasado rápidamente y ya sin darnos cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, las huellas del tiempo nos ubican a mi amada esposa Julie y a mí en la tercera edad. Afortunadamente, en la plenitud de nuestras vidas, con el mismo deseo de consagrarnos en cuerpo y alma a tantas cosas que nos parecen importantes. Nuestros hijos han crecido, la familia también: ahora hay nietos que alegran nuestros días con sus risas y ocurrencias. Asimismo, amigos y vecinos conforman nuestro entorno inmediato. Mientras tanto, sigo dando rienda suelta a mi fantasía, voy al pasado a través de los túneles del tiempo y me encuentro con esos momentos felices de amor, juventud y nostalgia que viví. Entonces me pregunto: ¿Cómo se inició este romance? Para poder explicarlo tendremos que trasladamos mentalmente en el tiempo y en el espacio...

El Señor de los Milagros...

Un día como hoy me encontraba en el País de los Incas, al sur de las Américas, en Lima, Perú. Llegué a ese lugar por misteriosos caminos, un poco abrumado, ante la curiosidad de lo desconocido, pero feliz de poder iniciar una nueva etapa en mi vida. Me había ganado una beca de la Organización de Estados Americanos (OEA) para estudiar una maestría en Planificación. Era una bonita oportunidad de crecer profesionalmente y relacionarme con una nueva cultura, gentes y otros becados que representaban a distintos países latinoamericanos. A los pocos días de mi estadía allí, un grupo de estos alumnos profesionales decidió alquilar un apartamento y pagar por los servicios de una empleada doméstica, para que realizara las labores culinarias y mantuviera la vivienda en perfectas condiciones. Así las cosas, abaratábamos los costos de este pequeño grupo y sólo nos preocupábamos de las normales diferencias que surgían en nuestra diaria convivencia, las cuales eran resueltas por nuestro gran amigo Walter Antonio Hoppe Ramírez, el líder del grupo. Cuando ya nos habíamos acostumbrado a vivir en un lugar adyacente a la Universidad Mayor de San Marcos, cerca del centro urbano de Lima, surgió de repente un golpe de Estado al Presidente Manuel Prado Ugarteche, lo que dio a lugar a que las fuerzas armadas de esa nación hicieran uso de tanques de guerra, con la policía militar montada a caballo y con gases lacrimógenos como una forma de llevar a cabo su encomienda, lo que afectó a todos; motivo por el cual, y para evitar una situación similar en el futuro, tuvimos que mudarnos de ese primer apartamento a otro lugar. En una decisión democrática y con mi voto en contra, fuimos a residir a la periferia del casco urbano, pero a una distancia a pie de la Plaza de San Martín, donde tomábamos el bus para llegar a la Universidad de Ingeniería.

Con el paso del tiempo fui adaptándome a la cultura peruana: folklore, valses y marineras; a su rica y variada comida; y, en contraste con mi isla tropical, verde y lluviosa, confrontaba los nuevos días grises, fríos, nublados y húmedos, pero a la vez sin lluvia, como característica del litoral marítimo de ese país. Me acostumbré a sus calles, avenidas, edificios históricos y a las iglesias de cada esquina, sin olvidarme de su gente acogedora. El resto del tiempo lo dedicaba a mis estudios y algunos que otros fines de semana asistía con mis compañeros a las famosas jaranas o fiestas limeñas, a las cuales éramos invitados. Poco a poco me fui enamorando de esa nación, de la que me hablaba la profesora Díaz, maestra de español de mis grados primarios en los cuentos infantiles, donde recordaba la historia de Santa Rosa de Lima, cuyo padre salió de Borinquen (Puerto Rico) a buscar el oro del Perú. Desde ese momento en mi largo caminar, las rosas se han presentado en mi vida como un buen augurio. Asimismo, supe más de ese hermoso lugar cuando estudiaba el noveno grado con la profesora Ángela González, a través de las lecturas que ella me asignó sobre el escritor Garcilaso de la Vega, "El lnca" Entonces, igual que a los Colonizadores, y por las lecturas de esas Crónicas, quedó en mi subconsciente el deseo de algún día llegar también al Perú.

A los pocos días de estar en Lima, lo primero que hice fue visitar la Universidad de Ingeniería, mi centro de estudios, y luego el Santuario de Santa Rosa. Al frente del mismo estaba el hogar donde nació Fray Martín de Porres, el enfermero de los pobres que para la fecha fue canonizado como Santo; y, luego, pasé al templo de las Nazarenas en la Avenida Tacna, Santuario de la venerada y sagrada imagen del Cristo Moreno, al que miles de peruanos le rinden muestras de su amor y fe, adornando el altar con cientos de arreglos florales todos los días del año.

Mi amiga peruana Martha Fernández, de grata recordación, me explicaba la devoción que tienen todos por esta imagen de Cristo: “Cuenta la tradición que a mediados del siglo XVII los negros traídos de Angola, residentes en Perú, formaron una cofradía para construir un templo religioso. Uno de los angoleños pintó en la pared la preciosa imagen del Señor de los Milagros. En la misma aparecía: Jesús crucificado; sobre la cruz, el Espíritu Santo; en lo alto y sobre la paloma, el Padre Creador; a la izquierda del Cristo, su Santísima Madre; y a su derecha, el fiel Apóstol Juan. Un fuerte terremoto sacudió a Lima un 13 de noviembre de 1655, causando miles de muertes y destrucción por doquier; todo se derrumbó excepto el muro de adobe (barro), preservando la estampa, la cual se mantuvo inalterada sin daño alguno. Desde ese momento la imagen del Señor milagroso empezó a ser venerada. En el año 1687 volvió a ocurrir otro terremoto, el cual derribó la capilla edificada en honor al Santo Cristo. Nuevamente sólo quedó en pie la pared con la imagen. Ante estas tragedias, decidieron llevar al lienzo una copia en óleo de la misma. De esta fecha en adelante los fieles decidieron que, todos los años, la efigie saldría en procesión en andas desde el Templo de las Nazarenas de la Av. Tacna, por las calles limeñas, para llevar bendiciones, unión familiar y esperanza a todos los fervientes devotos, del llamado Cristo Moreno”.

Además la señorita Fernández me contaba que esta procesión religiosa es la que más público atrae en todo el mundo: supera inclusive la procesión de Semana Santa que se celebra en España. Para esta época, miles de devotos peruanos visten "hábitos" morados, amarrados con un cordón blanco en la cintura, y llevan un escapulario prendido en el pecho cerca del corazón, con la imagen del Nazareno; siendo esta la manera en que los fieles acostumbran a cumplir sus promesas. Asimismo, acompañan las andas del “Señor de los Milagros" con flores, velas encendidas y banderines, por las calles o avenidas principales de Lima. Esta fiesta religiosa que refleja la devoción cristiana de los católicos, está tan arraigada en esta capital, que la gente se prepara todo el año para que la misma sea un rotundo éxito. Pero el mes octubre no es sólo rezos, es también lo pintoresco de la cultura: el olor de los sabrosos anticuchos, de los picarones, de la mazamorra morada, del turrón de Doña Pepa: platos y postres favoritos de los peruanos, que ofrecen los ambulantes. Es también la fiesta brava, tiempo de las tardes de toros, que se celebran en la histórica Plaza de Acho, Lima. Momento en el que el más afamado torero de España es invitado para una corrida taurina en suelo limeño; fue la vez que tuve la oportunidad de ver torear al famoso Manuel Benítez, “El Cordobés”. Efectivamente, octubre se transforma en el mes del Cristo Moreno. Tanto me habían hablado de esta actividad religiosa y cultural, que estaba deseoso de presenciarla y hasta tenía dudas sobre la enorme multitud que asistiría a este evento.

Unas semanas antes, tuve la suerte de enterarme que la procesión del “Señor de los Milagros” iba a pasar por primera (y hasta ahora única vez) por el lugar donde yo vivía. Así que apunté la fecha en el calendario y decidí esperar hasta el día indicado. Esa mañana tenía que asistir a la Universidad, pero resolví quedarme para poder ser testigo de este evento religioso y así confirmar lo que mi amiga me había contado. Eran las 9:00 a.m. cuando a lo lejos comencé a escuchar a la Banda Republicana interpretar música sacra; me acerqué a la ventana con una taza de café caliente, que llevaba en los dedos de mi mano derecha. Para mi sorpresa, pude observar que, efectivamente, una enorme masa de decenas de miles de personas vestidas de color morado acompañaban a paso de hormiga, lento, lentísimo, a un anda pesada, con un gigantesco marco cubierto de plata. Al frente de la procesión, la imagen iba cargada en hombros por más de una docena de hombres a cada lado. El público se detenía a observar respetuosamente el transcurrir de la misma en las calles; de los balcones de las casas, otras personas asomaban sus cabezas por las ventanas. El resto de los feligreses se unía espontáneamente a la magna procesión; con sus ojos llorosos y rostros compungidos, rezaban y al final de su oración lanzaban flores al paso del Cristo. Desde lo alto de su anda, una vez más el Señor observaba con su infinita bondad a sus hijos y nos convocaba a buscar el arrepentimiento, para cambiar nuestras vidas. En síntesis, la ciudad estaba paralizada, vestía de color morado, sus calles olían a sahumerio de incienso, y los devotos se inclinaban reverentemente, haciendo la Señal de la Cruz al paso del “Señor de los Milagros".

El Milagro...

Sin embargo, mis ojos aún no podían creer lo que estaban viendo. El ancho de la avenida consta de ocho carriles y si le añadimos ambas aceras, fácilmente alcanzaba un total de diez carriles. Desde mi ventana en un piso nueve podía observar el largo de la masa compacta, así como la acera del frente que estaba cubierta de gente, pero yo no sabía si la procesión (la multitud) llegaba hasta la acera en la que estaba enclavado el edificio donde yo vivía. Por lo tanto, tuve que asomar la cabeza para satisfacer mi curiosidad y, en efecto, no cabía un alma más en toda esa avenida. En ese mismo instante, cuando se encontraba frente a mí el "Señor de los Milagros", me pareció ver en el octavo piso a una joven, arrodillada sobre una silla, vestida con chompa (sweater) roja, falda roja escocesa a cuadros, y en su mano derecha tenía un rosario. Con el ánimo de hacer una amistad, me atreví a importunarle y le dije: "¡Hola, vecina!" Al ver que no me hacía caso, seguí insistiendo por tres veces más.  Entonces ella respondió muy educadamente a mi saludo: "Señor, tiene usted la amabilidad de dejarme rezar?". Apenas pude ver su bello rostro, sus hermosos ojos verdes brillaron en un instante, se cruzaron con los míos y, de repente, nació en mí una mágica atracción. ¿Quién se iba a negar a su petición? Verdaderamente, me sentí un poco frustrado en mis intenciones, al no poder conseguir una respuesta positiva a mi saludo. No obstante, cuando levanté la cabeza para mirar nuevamente al Cristo, me pareció contemplar una complaciente sonrisa en su rostro. ¿Será que Dios me está hablando? ¿Qué me querrá decir? pensé. En ese momento de tanto recogimiento espiritual, murmuré en voz baja una oración y dije:

Jesús, transforma mi vida,

Tú que siempre nos perdonas.

¡Sálvanos, Señor!

No podía explicarme lo que estaba pasando, ni las circunstancias que se dieron para conocerla; yo me encontraba como en un embeleso y quizás sin comprenderlo había una razón en la dimensión desconocida para que todo esto sucediera. Por algún tiempo nada ocurrió; la procesión tomó mas de dos horas en pasar por mi ventana. Como no quería interrumpirla en su conversación con Dios, decidí esperar hasta el final de la misma, cuando volví a insistir con la joven: "¿Señorita, terminó de rezar?”, le dije, y añadí inmediatamente: “¿Puedo verla?". Ella miró hacia arriba, donde yo me encontraba... De repente vi el fulgor de sus ojos verdes de dulce mirar, capaz de iluminar el cielo gris limeño, y el mío también; nuevamente volví a escuchar su melodiosa voz diciéndome: "Voy a seguir la procesión". Complacido con su respuesta, le indiqué que yo también la acompañaría. Crucé la puerta del departamento y me dirigí al ascensor del piso 8, lugar donde esperaba encontrarla, pero ella ya había bajado. Esperé impacientemente el próximo ascensor que me conduciría al vestíbulo, la busqué por los alrededores una y otra vez, y al parecer desapareció de mi vista, como por arte de magia. No había señales de ella. Al no encontrarla me sentí triste, porque me pareció que era una bonita oportunidad que no debía perder para conocer a una chica peruana. El único consuelo que me quedaba era que ella residía en el mismo edificio.

Cuando regresé al lugar, donde estaban ubicados los ascensores y escaleras, me encontré con Emilio el portero, a quien le era muy fácil identificar a los residentes del edificio por sus nombres y apellidos. Era la persona idónea para darme la información que yo requería; me acerqué a él y le pregunté si había visto pasar por el vestíbulo a una joven que vivía en el octavo piso. Luego de describirla, él me dio los siguientes detalles: "La señorita vive con su papá, quien es Doctor en Derecho, y le acompaña una mujer que es la sirvienta o "muchacha” de ellos". Gracias al portero, me enteré de su primer nombre: Julia, y del segundo, Rosa. ¡Qué raro…, igual que mi flor favorita! “Esto puede ser una buena señal en mi camino”, pensé. Entonces, trato de relacionar al Cristo Moreno con la Rosa. “¿Será acaso que Él me está indicando algo?”, me pregunté en silencio. Nada... me quité ese pensamiento de mi mente y seguí conversando con Emilio. En ese tiempo pude percatarme que él sabía la vida y milagros de todos los condóminos.  “Por cierto, ahí viene Lucy, la muchacha que vive con ellos" añadió... Al verla, aceleré los pasos para hablarle, le saludé con un “buenos días” y, luego de una breve presentación, le pedí de favor entregar un mensaje a la hija del abogado. La nota decía a Julie: "Soy la persona que esta mañana, al paso de la procesión, la molestó mientras usted rezaba. Espero que me haya disculpado por mi impertinencia. Me gustaría mucho conocerla". De ahí en adelante, comenzamos a comunicarnos a través de ella, que se convirtió en nuestra chaperona. A veces pienso que el hecho de que nuestros caminos se cruzaran no fue sólo una alegría inesperada, sino una bendición de Dios.

Aquella tarde, el siguiente día que nos conocimos, ella apareció en el vestíbulo, acompañada de su "muchacha". Vestía falda de tonos azules y verdes y una “chompa" de ese mismo color, que hacía que sus ojos se destacaran aún mas. Llevaba su cabello rubio hasta la altura de sus hombros. Lucía regia, como una princesa. Al verla a cierta distancia, sentí el calor de su mirada, sus ojos verdes volvieron a encontrarse con los míos y de forma espontánea se dibujó una bella y cautivadora sonrisa en su rostro... de diosa encantadora. Era la estampa viva de la juventud, poseía una figura atractiva con los atributos de una belleza singular, la brisa nerviosa se estremecía con su elegante ritmo al caminar. A pesar de encontrarme bajo el influjo de su hechizo, pude fijarme en la forma en que ella levantaba la cabeza al mirar y sin lugar a dudas, me atrevería a decir que era la misma imagen de la Virgen, llegada del Cielo… al menos así pensé yo. Aunque mi corazón latía rápidamente ante su presencia, yo experimentaba en mi ser una sensación de paz. Sin haberlo planeado las cosas iban saliendo bien. Entonces, al acercarme para saludarle sentí un delicioso aroma a perfume de rosas, que invadió el lugar (pasado el tiempo me enteré de que era una de sus fragancias favoritas) y le dije: "Buenas tardes, ¿es usted Julia Rosa?". “Sí, ¿en qué puedo ayudarle?” me contestó. Fue un encuentro maravilloso: en ese momento estábamos aún parados mirándonos cara a cara en el vestíbulo del edificio, cuando le saludé amablemente, estrechando su mano, y respondí: "Me llamo Wilfrido y hace poco tiempo que vivo en el noveno piso de este edificio. “Wilfrido, sufrido" fue su respuesta, acompañada de una candorosa sonrisa, lo que me pareció ser una manera extraña de rimar mi nombre. Noté que su intención no era burlarse de mí, sino una forma de romper el hielo en una conversación que recién se estaba iniciando, la que podría conducir a una bonita amistad. No obstante, me quedé sorprendido con su inesperada ocurrencia, ya que apenas pude murmurar: "Efectivamente, Wilfrido sufrido...". Mientras tanto, seguimos caminando por la vereda y hablando sobre diferentes temas en todo el trayecto que nos conduciría hacia el centro limeño. A lo largo de este recorrido, me pude percatar que la joven era inteligente, jovial, fácil de congeniar y que podía expresarse sobre varios temas con cortesía, mesura y amplios conocimientos.

 

Afortunadamente, hubo una simpatía mutua, y en ese caminar por la Calle o el Jirón de la Unión, alcanzamos a ver el Cine Excelsior, donde se estaba exhibiendo el drama real de la vida de Hellen Keller, titulado: "Ana de los milagros". Julie estaba ansiosa por ver este estreno, ya que había leído en los periódicos comentarios muy favorables sobre el mismo, y empezó a explicarme que una de las actrices, Anne Bancroft, actuaba como una maestra que le brindaba educación especial a una adolescente ciega, que era interpretada por Patty Duke. Al ver su interés por el largometraje, le sugerí que entráramos los tres a verla, con el único acuerdo de que cada uno pagara su entrada, pues ella no me permitió que yo fuera el que lo hiciera. Al salir del cine comentamos la trama de la película y lo difícil que debió haber sido para la Srta. Keller su lucha para desenvolverse en la vida. Como deseaba continuar la conversación busqué un motivo para atrasar el regreso de ella a su hogar. En el camino quise pasar por las Galerías Boza; yo sabía que allí había un restaurante italiano. La invité a tomar un “lonche", una costumbre peruana vespertina de sobremesa donde se reúnen amigos o familiares a platicar sobre cualquier tema, mientras se disfruta de una aromática taza de té, acompañado con algún sabroso bocado especial. Cerca de allí, a través de un altavoz de la tienda de ventas de discos Hector Rocca, se escuchaba el famoso trío peruano "Los Morochucos" interpretando el vals criollo "La Flor de la Canela", de Chabuca Granda. Hermosa canción, que llenaba con su música y ritmo el ambiente de romanticismo de ese momento. Su lírica describía el garbo y donaire de la mujer peruana:

Déjame que te cuente, limeña

Déjame que te diga la gloria

Del ensueño que evoca la memoria

Del viejo puente del río y la alameda

Déjame que te cuente, limeña

Ahora que aún perfuma el recuerdo

Ahora que aún se mece en un sueño

El viejo puente, el río y la alameda...

Con ese trasfondo musical, hicimos un breve silencio para deleitamos de ese inmortal poema, conocido en todo el mundo. “Qué pena que no pueda invitarla a bailar en este sitio”, pensaba con aires de tristeza. A su lado me sentía a gusto; al terminar la interpretación magistral y sentimental de “Los Morochucos" seguimos charlando, ella contándome de las maravillas de los Incas, y yo, de mis estudios. Mientras esperábamos por el servicio del "lonche”, me explicaba con un lenguaje muy sencillo el proceso que utilizaban los indios peruanos para momificar sus muertos. Algo que era totalmente desconocido para mí, pues yo creía que la egipcia era la única cultura que conocía esta técnica fúnebre. De una forma u otra intercambiamos conocimientos y hablamos sobre diferentes temas. Con el pasar de las horas noté que, a pesar de que pertenecíamos a dos mundos distintos, pudimos congeniar, y de ahí en adelante nos convertimos en amigos; pero en mis adentros yo sabía que no era digno de mi parte ni siquiera pensar en jugar con los sentimientos de una joven inocente como ella. Así que debido a mis múltiples compromisos con la Universidad, decidí momentáneamente concentrarme en mi carrera y dejarla de ver para no crear ilusiones pasajeras, y dejar que el tiempo pasara. Todo tenía su razón de ser. Tenía que lidiar entre lo efímero y lo definitivo, pues en lo personal no quería crearle falsas esperanzas. No obstante, a modo de despedida, esa noche acompañado de la guitarra de mi entrañable amigo, el arquitecto costarricense Hernán Arguedas Salas, le dimos una serenata de música romántica que se extendió hasta las 12 de la noche. Lo increíble es que la condujimos desde nuestro apartamento, que estaba ubicado en el piso noveno, hacia el de ella en el octavo piso.

El Destino...

Doce meses después de haberla conocido, vivía yo en otra dirección, me había estabilizado en los estudios, se había ampliado mi círculo de amistades, y ya sentía que hablaba el español con acento peruano. Sin embargo, a pesar de haber pasado tanto tiempo, no había podido olvidar aquel encuentro misterioso con aquella hermosa joven y el "Señor de Los Milagros”. Me había hecho la idea de mantenerla alejada de mi mente, pero las cosas no son como uno quiere, sino como Dios dispone. En mi fuero interno sentía que una fuerza misteriosa extrasensorial me empujaba hacia ella, dándole sentido en cierta forma a lo que estaba por ocurrir: una antesala a la comunión de nuestras vidas. Lo demás empezó a resultar como si lo hubiera dispuesto el destino.

Casualmente un día que volví a visitar a mis amigos en una calurosa tarde de otoño, me encontré con ella en el ascensor; mi rostro enrojeció de vergüenza, pues había salido intempestivamente de su vida, sin decirle nada a ella. Aunque me sentía solo, triste, desmotivado y sin suerte en los asuntos de cupido, al verla mi vida pareció volver a iluminarse. Antes no estaba exactamente convencido de que valiera la pena enamorarse, no porque no quería inmolarme o mucho menos, sino por las circunstancias que estaba viviendo y porque no quería establecer una relación amorosa con nadie. Durante ese periodo que no la vi, tuve tiempo para reflexionar y descubrí que todos estamos en este mundo para aprender a amarnos; el verdadero amor, me decía yo, es aquel que hace feliz al ser que uno ama y viceversa. Es a través de la búsqueda de esa felicidad del ser amado que uno encuentra la suya; hay que demostrarlo con dulzura, y cultivarlo todos los días como a una flor, para que continúe creciendo. Que yo sepa, el amor nunca ha sido impedimento para que cada cual siga sus sueños. Al fin de cuentas, el Apóstol San Pablo, en Primera de Corintios 13, señala entre otras cosas que "el amor no es egoísta...". Por lo tanto, no es cierto que se contrae matrimonio para uno ser feliz. Uno se casa para hacer feliz al otro, y sólo así, dando, es que uno alcanza la felicidad. Para que esto funcione, ambos deberán comprender esta filosofía del amor y la felicidad correspondida, y si no se puede lograr, entonces lo mejor sería dejar libre a su pareja. Tal vez por estas razones yo estaba convencido de que tenía que poner mi vida y mis pensamientos en orden…

Pasado el tiempo la amistad volvió a renovarse. A medida que fui conociéndola, su estilo práctico y organizado de hacer las cosas fue lo que me hizo enamorar de ella. No podía negar que estaba rendido ante un ser humano bello, pero sobre todo lo que más me encantaba de ella era su belleza interna... su madurez espiritual. Aprendí a conocerla, poco a poco, pues no quería cometer errores que pudieran afectar en un futuro la relación de ambos. Cuando comencé a conquistarla, advertí que su devoción religiosa en ese instante era mucho más avanzada que la mía. Yo necesitaba volver a la fe de mi adolescencia, es decir a una estrecha comunión con Dios, a una revitalización espiritual personal. Sentía en mi interior que estaba un poco adormecido. No obstante, en mis conversaciones con Jesús, solía hacerme la misma pregunta: “¿Será ella el amor de mi vida... mi complemento?”.

Al transcurrir el tiempo, fui observando que ella poseía las virtudes que yo estaba buscando en una compañera: comprensión, comunicación, confianza, inteligencia, respeto y otros atributos que podrían darme la felicidad de alcanzar el verdadero amor, tal y como era concebido. Había tenido suficiente tiempo para estudiarla: ella poseía además una gran disposición y deseo de superación para enfrentarse a los retos de la vida, y a pesar de que tenía sirvienta sabía preparar sus platos peruanos y postres favoritos; era la chica adecuada a mi forma de ser, con muchas cosas en común, y sobre todo tenía una escala de valores similar a la mía. Aunque la decisión parecía sencilla, yo quería estar seguro de mis sentimientos hacia ella, y después de ponderar todas sus cualidades llegué a la conclusión de que ella era la mujer que yo había soñado en mis años juveniles, mi alma gemela. Yo tenía el presagio de que todo lo que me estaba ocurriendo estaba escrito en mi sino, y que el mismo iba a cumplirse a cabalidad; en mis adentros sentía que a medida que pasaba el tiempo, su corazón estaba más cerca de mí.

Felizmente, al pasar los años nos casamos y unimos nuestras vidas. Fue un cambio total para los dos, y hasta el presente hemos sido dichosos, a pesar de los contratiempos fortuitos que suelen surgir en cualquier relación de dos personas que pertenecen a culturas tan distintas. Eso sí, cuando decidimos casarnos lo hicimos con el propósito en mente de iniciar un nuevo camino juntos, pero para toda la vida. Por suerte el tiempo me dio la razón: no me equivoqué al unirme a ella como mi compañera, en una unión sentimental que ha logrado que los sueños de ambos se hayan hecho una realidad. A diferencia de muchos matrimonios jóvenes de hoy, nosotros hicimos un compromiso sólido y real, capaz de resistir todos los vientos y vaivenes del tiempo. Los dos acordamos que nos respetaríamos mutuamente, y que la palabra “divorcio” no existiría en nuestra relación.

Estamos profundamente agradecidos al Todopoderoso por todas las cosas espirituales y materiales que hemos conseguido juntos, tras empezar de la nada. Ella dejó su hogar, su familia, sus amistades, su país y su cultura (de la cual vive siempre tan orgullosa) por nuestro amor, y de ello no se arrepiente. Por supuesto, a menudo viajamos al Perú a visitar a sus seres queridos y nuevamente a recorrer las huellas que nos juntaron. Al mirar hacia atrás, aún sigo creyendo que nuestro impensado encuentro en aquel memorable día de la procesión del "Señor de los Milagros" no fue una mera casualidad, mucho menos un evento más: los dos sin saberlo nos unimos para ser el uno del otro. Pero, más que eso, a través de una Rosa (su nombre), mi flor favorita, vino a manifestarse a nosotros, desde la dimensión de lo divino, una señal de buen augurio; y a Cristo le reiteramos las gracias por haber vinculado nuestras vidas (en mi caso particular, el amor ya no habitaba en mi corazón y Él me devolvió esa ilusión). La rosa sigue hablándome todos los días de Julie, y aunque parezca extraño, esta flor continúa siendo para los dos la brújula de nuestra existencia.

¡Todo me habla de ti…!

La noche, el sol y el mar

La rosa, el alhelí y el viento al canturrear

Aquellas calles que contigo recorrí

Y el rosario de cuentas…

¡Todo me habla de ti...!

Julia, con una rosa en la mano...

Wilfrido, con una Rosa en el corazón...

* El autor ha tomado prestado el título del vals peruano "¡Todo me habla de ti!", obra e interpretación de Alicia Maguiña, con el acompañamiento de Óscar Avilés, conocido como "La Primera Guitarra del Perú".

El relato fue escrito cuatro décadas después, en la misma fecha del encuentro que recuerda.