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LOS MUÑECOS DE PAPEL |
Del libro CUENTOS PARA MIS NIETOS de ALFREDO CANDIA GUZMÁN
Al atardecer de un día que fue muy agitado para Alfredito, el niño se había sentado junto a la mesa de trabajo que le preparó su papá dentro de su enorme biblioteca. Trataba de copiar algunas lecciones que le dieron el día anterior en la escuela pero, como todo niño, empezaba su labor de mala gana; por eso, levantó un viejo libro de cuentos, libro bastante mal tratado, pues había perdido sus tapas, le faltaban varias hojas y tenían las esquinas enroscadas, todo lo cual denunciaba que aquel muchacho no ponía ningún cuidado en la conservación de los libros. Después de leer por centésima vez uno de los pocos cuentos que aún estaban completos, casi sin darse cuenta le arrancó una hoja y, de ella, se le ocurrió recortar una figura que parecía un muñeco. Lo hizo parar sobre su mesa de trabajo y después de jugar un rato con él, finalmente se cansó de la figura y, tomándola entre sus dos manos, la estrujó y la echó al canasto de papeles inservibles. Luego, se puso a pensar y, seguramente porque aquel día se había levantado muy temprano, le venció el sueño y quedó profundamente dormido con la cabeza apoyada sobre sus manos, que a su vez se posaban sobre su cuaderno de aritmética. A poco de dormirse empezó a soñar. El muñeco de papel estrujado que fue echado al basurero, tomó vida y de un salto se paró sobre la mesa, justamente frente al niño, a quien increpó: -¿Por qué me tratas con tanta desconsideración, me echas de tu lado y me destruyes? -Pues porque ya no me interesas ni me sirves…- respondió Alfredito. -Pero debías tenerme gratitud, porque en tantos años que estamos juntos, te he divertido, te he deleitado y te he alegrado como un amigo, quizá más que un hermano. -Los libros también envejecen y eso te ha pasado a ti. -Sí, querido Alfredito, pero los libros son casi sagrados para los hombres, porque ellos, desde la niñez hasta la vejez, les instruyen, les dan cultura y hasta les dan una profesión que les sirve para triunfar en la vida –replicó el muñeco. -Eso no lo creo mucho. Ahora déjame hacer mis lecciones –respondió con insolencia el niño. Ante ese desplante el muñeco, levantando los dos brazos como si llamara a los espíritus de otros libros, exclamó con fuerte voz: -A ver, ustedes, todos los libros de esta biblioteca, díganle a este niño mal educado y destructor todo lo que nosotros hacemos por los hombres. De pronto, como por arte de magia, de cada libro salió un muñeco, que era el espíritu del mismo. Luego, todos los muñecos, que eran muchos, saltaron, uno tras otro, hasta la mesa de trabajo del estudiante dormido y casi la llenaron completamente. Avanzó hacia el niño un muñeco que tenía la figura de un viejo monje de larga barba y, con dulce y suave voz, le dijo: -Yo soy el espíritu de la “Biblia”, ese libro que es la voz de Dios y de la religión; que contiene toda la sabiduría que guía a todos los pueblos y que, algún día, a ti dará consuelo en tu vida y en tu muerte… Alfredito quedó asombrado de que le hablaran de Dios, al que tantas veces había mencionado su mamá; por tanto, nada dijo en respuesta. Por eso, el muñeco con hábito de monje continuó: -Si tú escucharas mi palabra con más seriedad, con más fe y con más emoción, yo te serviría mucho, mucho, porque mi inspiración y la verdad que yo predico, te animaría a hacerte sacerdote o pastor de almas. Así, pasarías a través de la vida sembrando el bien, gozando de paz espiritual, y estarías destinado a la gloria del Cielo en la otra vida. -No, no… yo no quiero ser sacerdote, porque no me llama esa labor –respondió rápidamente el niño. -Si no quieres ser sacerdote, quizá quieres ser militar –le manifestó otro muñeco que, con figura de Mariscal, había salido del libro “Estrategia y Táctica” y, luego de una pausa, agregó: -El libro cuyo espíritu represento podría servirte para que estudies la carrera militar. Mira que es una profesión interesante, pues está llena de honores y de gloria. Servirás a tu patria en la paz y en la guerra. -Pero, si hay guerra, ¿qué le pasa a un militar? -Bueno, en la guerra hay el riesgo de morir en una batalla, pero eso llena de gloria la memoria de un militar. Alfredito, ante la mención de la muerte, desechó también la proposición con esta frase: -No quiero morir en la guerra y, por tanto, tampoco quiero la gloria, ni los honores. -Entonces, ¿por qué no estudias medicina en las páginas del libro cuyo espíritu soy yo? –le dijo un muñeco con vestido de trabajo, que era un mandil blanco, y que llevaba un estetoscopio en una mano. -¿Y qué se hace como médico? -Pues se trabaja en favor de la humanidad, se cuida la salud de los hombres. Recuerda, Alfredito, que a ti la medicina ya te salvó la vida, cuando estuviste enfermo el año pasado. La medicina, cuando es ejercida honestamente, es un verdadero apostolado en servicio de nuestros hermanos, que son todos los demás hombres. -Pero ¿no se contagia el médico de algunas enfermedades? -Sí, claro que hay ese riesgo, pues algunos médicos en su apostolado hasta han llegado a morir por contagio de una enfermedad de la misma persona a la que salvaron el mal. -Entonces no puedo estudiar medicina. No me interesa si hay ese grave peligro de contagio y de muerte. -¡Ah! Quiere decir que tú puedes estudiar matemáticas y puedes ser profesor de la materia, o ingeniero o arquitecto. Podrías ganar mucho dinero construyendo caminos, casas y edificios… -le manifestó el muñeco que tenía la traza de ser un sabio en esa materia. -¡Eso sí que no puedo! Las matemáticas son muy difíciles de estudiar y no me gustan nada. De repente, les interrumpió una voz sonora y de bajo profundo, que dijo: -Yo soy el Quijote de la Mancha, el espíritu de aquel libro grueso que tu padre ha leído tantas veces. El muñeco, que era el caballero de la triste figura, vestido con una vieja armadura de la antigua andante caballería, fijó muy enojado su mirada sobre el muchacho. -He escuchado muchas veces hablar de usted, señor don Quijote, pero no he leído ese libro –respondió tímidamente su interlocutor. -Pues haces mal, niño destructor de libros. Desde ahora, lee la historia de mi vida, que es la expresión del idealismo del hombre, del espiritualismo que debe inspirar a todos en estos tiempos de grosero materialismo. -Sí, señor don Quijote, leeré ese libro. Pero usted, ¿qué me aconseja que debo ser en el futuro? -Pues, hijo mío, yo quiero aconsejarte una profesión un poco tenida a menos, porque te traerá algunos riesgos, desde que te crean loco hasta que seas pobre, pero es bella misión humana, que te llevará a la inmortalidad; quiero decirte que no morirás nunca, nunca… Resuélvete por ser escritor, como lo fue mi padre, don Miguel de Cervantes. Él escribió muchos libros, aunque el más imperecedero fue el que cuenta la historia de mi vida. Ese solo libro lo hizo inmortal; han pasado ya más de cuatrocientos años que escribió en la prisión por sus deudas, las aventuras mías, y su genial espíritu y sus hermosas ideas siguen conmoviendo, inspirando e iluminando a todos los hombres de todos los pueblos del mundo. Así, a través del tiempo y de la distancia, la literatura vence a la muerte, es decir, premia con la inmortalidad a un escritor. Si tú te pones a escribir desde ahora, por tus obras escritas con inteligencia y buenos sentimientos, seguirás viviendo centenarios, quizá milenios, admirado por todos los pueblos y por todas las razas. -¡Oh! ¡Qué lindo! Eso sí me gusta. Yo no quiero morir. Ahora veo claramente que me gusta la literatura. Que a lo mejor es mi vocación. Yo quiero ser escritor –exclamó entusiasmado nuestro pequeño protagonista. -Bien, está resuelto, empieza a escribir desde ahora, aunque sean cosas o temas sencillos –acabó por decir don Quijote. -Está bien, señor don Quijote, pero soy aún pequeño; por tanto, ¿qué puedo empezar a escribir? Y, para esto, ¿qué debo hacer? -¡Primero, deja de romper libros! –interrumpió muy airado el primer muñeco que había sido estrujado y tirado a la canasta de basura. Retomó la palabra el viejo caballero para decir: -Y escribe los cuentos que tanto te interesan, los cuentos para niños. Despertó Alfredito de su sueño y desde entonces no volvió a romper los libros. Y, poco a poco, se puso a escribir cuentos para niños. Éste fue su primer cuento.
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El autor (1913-1981), un hombre brillante y valeroso que amó a Dios, a su patria , a su familia y a los libros, tuvo un cariño entrañable por sus nietos. Además del cuento que aquí se transcribe (que forma parte del libro que fue incorporado a la biblioteca oficial de las escuelas de su país, Bolivia) escribió Cuentos para Javier que dedicó a un hijo suyo que falleció siendo infante y, también para niños, muchos otros que permanecen aún inéditos. Fue un reconocido escritor y columnista. Publicación autorizada por sus herederos. Ilustraciones de Miguel Burgoa. |
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