EL RESPLANDOR DE LAS HOJAS DORADAS DE OTOÑO*

   

Patricia May

 

   

El estilo de vida en las sociedades cuyo sentido es el crecimiento interminable, el consumismo, el escalar sin pausa en la condición socioeconómica, lleva a que las personas se vuelvan valiosas en cuanto a lo que ganan; ellas muestran una imagen triunfadora y realizan una gran cantidad de actividades visiblemente productivas. Todo aquello que se relaciona con el silencio, la calma, la quietud, la paciencia, es visto como un valor menor de personas más débiles o sin importancia.

 

 

   

De allí que el tipo de dinámicas más naturales con el correr de los años, aquellas que llaman a tomarse las cosas con más calma, a vivir con más pausa, a no darle tanta importancia al parecer, a contactarse con lo simple, se ve tonto, y las personas mayores huyen de ello tratando de mantener una apariencia y ritmo de vida joven para ser aceptados, incluidos y amados, reprimiendo la naturaleza de esa etapa, como si la edad madura no tuviera un sentido en sí, como si la lentitud no tuviera ningún aporte que hacer a la sociedad. Lo grave de esto es que el aporte de la serenidad, la paz y la sabiduría que podrían brindar las personas de tercera edad no se está haciendo sentir en el mundo.

Son ellos quienes podrían llamar a la cordura y aportar una escala de valores en que el equilibrio y la armonía formaran parte del convivir y el hacer. La edad madura tiene sus propios desafíos y ellos representan la consumación de la vida, el resplandor, que como las hojas doradas de otoño, justo antes de caer, da sentido a todo lo vivido.

 

   

Es la edad espiritual de la vida, pues toda la energía tiende a dejar la contracción del pequeño yo, de los logros y preocupaciones tan propias de las edades anteriores para ir a contactarse con lo esencial, con lo que está más allá de la forma, de lo visible, todo llama a la expansión, la aceptación, la amplitud de criterio, la comprensión y el amor incondicional, que muchas veces encuentra su canal de expresión en la comunicación con los niños.

Niños y ancianos se encuentran en la sencillez, en el juego, en darse el tiempo para disfrutar, en el no tener en la agenda otra cosa que el instante presente; los niños, porque no tienen conciencia del tiempo; y los mayores, porque saben que lo único cierto está en el aquí y ahora, que la clave del vivir está en la sencillez de cada momento.

Qué diferente sería nuestra cultura si dejáramos desarrollarse y expresar a toda esta sabiduría viviente, este inmenso potencial del que ya ha dado muchas vueltas en la vida, del que sabe de la potencia creativa de la alegría y de cómo el dolor debilita las certezas del ego, abriéndonos a la humildad y el amor; del que ya no se apega tanto a las formas porque sabe que ellas están siempre cambiando, qué diferente si las personas que comienzan a avanzar en edad se atrevieran a asumirlo con dignidad en plena conciencia del aporte que su ritmo sereno, su visión ampliada del vivir, su plenitud, su servicio constituyen la entrega necesaria en un mundo que muchas veces corre ciego, desbocado y sin sentido.

 

   

Se suele pensar que en las edades maduras ya no hay mucho que hacer, que la persona ya realizó su vida y consiguió sus logros y que ya no queda mucho más que dejar pasar las horas; sin embargo, desde el punto de vista del proceso de evolución integral, estas edades presentan desafíos vitales importantísimos, pues sólo en esas etapas en que ya se ha experimentado la vida en sus muchas tonalidades y etapas es posible llegar a la máxima expresión de muchas virtudes espirituales.

 

   

Envejecer es el arte, no de secarse, apretarse y encerrarse como se suele pensar, sino de manifestar la síntesis de lo aprendido en esta vuelta por la vida; la tercera edad debería representar una coronación del proceso vital y todo el aprendizaje que allí se obtuvo, lo cual será posible si vivimos las etapas anteriores en una actitud consciente de tender caminos hacia la sabiduría, la amplitud, la aceptación, la creatividad, la autorreflexión.

 

   

Así como la edad infantil, la juventud y la edad adulta tienen sus propios desafíos, las edades maduras tienen los suyos. Uno de estos desafíos es la recapitulación de la vida, saldar las cosas pendientes, perdonarse, perdonar, en profunda comprensión y amor hacia uno mismo y los demás por los daños provocados y recibidos, sanando las heridas y rencores que aún gravitan en la persona. Para hacer este proceso se requerirá de un trabajo profundo de revisión personal, de pacificación, de elevación de la mirada, de comprensión.

 

   

Otro desafío tiene que ver con la expresión de virtudes personales que, como decíamos, sólo son posibles en una dimensión más profunda cuando se ha vivido conscientemente la vida. La virtud de la Sabiduría, que nos lleva a tomarnos las cosas con templanza, a saber que el dolor es parte de la vida, a mirar las cosas con perspectiva sin darles más importancia de la que tienen, a valorar lo sencillo. La virtud de la paciencia, saber esperar, sabiendo que todo llega en el momento preciso, la virtud de la aceptación de los otros como son, de la amplitud de criterio, la capacidad de amar incondicionalmente.

Son las edades en que el servicio puede alcanzar su expresión más depurada al ser entendido no como algo que se hace en algunas ocasiones cuando hacemos algo por otros, sino como una actitud vital continua de entrega de lo mejor de uno hasta en los actos más cotidianos.

Es el tiempo de la vida en que por un natural aquietamiento del ritmo se puede poner atención a lo aparentemente insignificante y encontrar riqueza, belleza y plenitud en las cosas más sencillas, como ver caer las hojas de otoño, o el cielo del atardecer, el encuentro con otro ser humano, o una taza de té. Ya se aprendió que la felicidad no tiene tanto que ver con panoramas excepcionales, sino con la actitud de apertura interna con que se viven los momentos.

 

   

 

Además es la edad en que inevitablemente aparecerá en el horizonte la propia muerte, en que tenemos la certeza que todo lo que hemos sido hasta el momento, todo aquello que nos ha definido dejará de ser y sólo nos queda soltar y abrirnos a lo único que no nace ni muere, el Ser radiante en el centro de nosotros mismos.

 

     

   

*Publicación con la gentil autorización de su autora.

En la edición Nº 500 (19.04.08) de la Revista Sábado de El Mercurio, Santiago de Chile