A DOS GRANDES MUJERES QUE FUERON,

CADA UNA A SU MANERA, GRANDES ABUELAS

 

Haydée Candia de Calvimontes

 

Tuve la inmensa dicha de conocer a mis dos abuelas y hoy, en el Día de los Abuelos, las recuerdo con especial emoción y agradecimiento. A mi abuela paterna la disfruté sólo hasta mis diez años. Su partida fue mi primer encuentro con la muerte, con el dolor. Ella era una mujer hermosa, alta, fuerte, extrovertida, llena de alegría y bondad. Muy tierna y expresiva: me llenaba de mimos y caricias. Yo era la primera hija de su hijo mayor, al que le unía un amor entrañable.

 

Siempre me admiró su generosidad. Daba lo que tenía, a manos llenas, a todos: a su familia, a sus amigas y hasta a gente que no conocía. Bastaba que se enterara de que alguien estaba pasando por una dificultad económica para que ella, llena de compasión, lo ayudara. En su corazón cabían todos y exteriorizaba de miles de formas ese amor. Aún ahora recuerdo el sufrimiento que me causó perderla. Hasta llegué a pensar que yo era la única persona que la quería verdaderamente, porque me parecía que todos en la familia la habían olvidado muy pronto, mientras que a mí me seguía haciendo mucha falta. Mi tristeza por no verla y por dejar de escucharla y sentir sus abrazos tardó mucho tiempo en pasar.

 

Mi abuela materna era pequeñita, bonita, callada, introvertida. No demostraba su afecto con besos ni caricias; era más bien parca. Por eso siendo niña no fui consciente de cuánto nos quería… ella no lo decía, no daba; se daba entera. Cuando crecí entendí que así era como expresaba su amor. Vivió en mi casa, ayudando a mi mamá y a la empleada de servicio en la atención de nuestra numerosa familia.

 

Éramos ocho hermanos, más los parientes y amigos que llegaban a almorzar o tomar té o cenar, como se usaba en esos tiempos. Ella se ocupaba de muchas cosas y ahora me doy cuenta de que muy pocas veces le hicimos ver lo trabajadora y generosa que era. Tenía un gran afán de servicio y una gran humildad. Era valiente, de una fortaleza admirable. Tuvo una vida llena de penas, pérdidas y dificultades. ¡Aprendí tanto de ella! Cuánto aprecio ahora lo que fue para mí y para mi familia. Cuánto tengo que agradecerle porque además de hacerme conocer las virtudes con su ejemplo, me enseñó a rezar. Todas las noches, mientras ella creía que dormíamos, la oí hablar con Dios, agradeciéndole por esto o por lo otro, o pidiéndole por cada uno de nosotros, o por sus familiares difuntos.

Éste es un homenaje de cariño y admiración a mis queridas abuelas. Las dos, con su entrega, me dejaron para toda la vida una infinidad de recuerdos de amor.

En el Día de los Abuelos, 2008